El Cuervo Que Nunca Se Va

Era una noche oscura y tormentosa en el pequeño pueblo de Galgenberg. Las calles estaban desiertas, iluminadas únicamente por la luz intermitente de los faroles. En lo alto de una vieja torre de la iglesia, un cuervo negro como la noche observaba todo con ojos penetrantes. Sin embargo, este cuervo era diferente a los demás; parecía emanar una presencia maligna, una aura de misterio y terror que helaba la sangre de aquellos que se atrevían a mirarlo fijamente. Los lugareños decían que aquel cuervo era el mensajero de la muerte, que anunciaba desgracias y desdichas a quienes lo veían posarse en lo alto de la torre. Pero lo más perturbador de todo era que, a pesar de las numerosas tormentas y vientos huracanados que azotaban el pueblo, aquel cuervo nunca se iba.

La presencia del cuervo comenzó a perturbar a los habitantes de Galgenberg. No importaba a dónde fueran o qué hicieran, siempre sentían la mirada del cuervo posada sobre ellos, como si estuviera tejiendo una red de sombras a su alrededor. Algunos empezaron a experimentar terribles pesadillas en las que el cuervo los perseguía incansablemente, emitiendo graznidos horripilantes que resonaban en lo más profundo de sus almas. Otros aseguraban escuchar su graznido en medio de la noche, susurros siniestros que los llenaban de un terror indescriptible. La paranoia se apoderaba lentamente de la población, y nadie podía escapar de la presencia ominosa del cuervo que nunca se iba.

Una fría mañana de invierno, un hombre valiente decidió enfrentarse al cuervo que tanto terror sembraba en Galgenberg. Armado con valor y determinación, subió hasta lo alto de la torre de la iglesia y se encontró cara a cara con la criatura negra como la noche. El cuervo lo observó con sus ojos penetrantes, pero esta vez no emitió ningún graznido ni mostró signos de agresividad. En cambio, dejó escapar un grito desgarrador que se perdió en el viento helado, y lentamente se transformó en una figura humana cubierta de plumas negras. El hombre quedó petrificado ante la revelación, sin poder apartar la mirada de aquel ser que ahora lo observaba con tristeza en sus ojos.

¿Quién era realmente el cuervo que nunca se iba? ¿Por qué había elegido Galgenberg como su morada? Las preguntas sin respuesta llenaron la mente del hombre mientras contemplaba a la criatura misteriosa frente a él. Y en ese momento, comprendió que algunas verdades son demasiado terribles para ser reveladas, que hay secretos oscuros que es mejor dejar enterrados en lo más profundo de la noche. Con un suspiro resignado, el hombre descendió de la torre y dejó atrás al cuervo que nunca se va, llevando consigo el peso de una verdad que nunca podría contar.

El misterio del cuervo de Galgenberg permaneció sin resolver, una sombra etérea en la memoria de aquellos que lo vivieron. Y aunque el pueblo intentó olvidar la presencia ominosa que una vez los atormentó, en lo más profundo de sus corazones sabían que el cuervo nunca se iría realmente, que seguiría vigilando desde lo alto de la torre de la iglesia, recordándoles que en la oscuridad siempre acecha el miedo, la duda y el misterio eterno.

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