Había una vez un pueblo pequeño y olvidado en lo más profundo del bosque, donde los árboles susurraban secretos antiguos y el viento soplaba con un frío que calaba hasta los huesos. En ese lugar perdido en el tiempo, se decía que habitaba un niño con una sonrisa rota. Nadie conocía su verdadero nombre ni de dónde venía, solo sabían que su sonrisa era más una mueca retorcida llena de misterio y terror.
Los lugareños evitaban pasar cerca de la antigua casa abandonada donde se decía que residía el niño. Se contaban historias de desapariciones inexplicables y de sombras que danzaban en la oscuridad de la noche. Pero pese al miedo que infundía aquel lugar, la curiosidad y la necesidad de conocer la verdad siempre llamaban a algunos valientes a adentrarse en lo desconocido.
Una noche de luna llena, un grupo de jóvenes decidieron desafiar el tabú y explorar la morada del niño de la sonrisa rota. Armados con linternas temblorosas y corazones llenos de intriga, cruzaron el umbral de la casa abandonada. El aire parecía cargado de electricidad y los susurros de ramas moviéndose parecían susurros amenazantes.
A medida que avanzaban por las polvorientas habitaciones, una sensación de opresión los envolvía a todos. De repente, una risa infantil resonó en las paredes, helando la sangre de los valientes exploradores. Uno a uno, fueron separándose del grupo en medio de la oscuridad, y solo quedó uno de ellos, llamado Laura, sola en una habitación que emanaba un aura maligna.
La luz de su linterna iluminaba débilmente una figura encorvada en una esquina, con los ojos brillando en la oscuridad y la sonrisa rota que había sido descrita en las leyendas del pueblo. El niño de la sonrisa rota estaba allí, mirándola con una mezcla de tristeza y ferocidad en sus ojos. Sin decir palabra, extendió una mano huesuda hacia ella, invitándola a acercarse.
Laura avanzó lentamente, sintiendo como si estuviera atrapada en un sueño macabro. La proximidad con el niño le reveló un secreto escalofriante: su sonrisa rota no era fruto de una deformidad o un accidente, sino que había sido tallada con precisión en su rostro pálido. En ese momento, la verdad golpeó a Laura con la fuerza de un huracán.
El niño le susurró palabras antiguas y llenas de dolor, revelándole que era prisionero de la casa desde tiempos inmemoriales, condenado a vagar eternamente en busca de compañía. Sus ojos reflejaban una tristeza infinita, pero también una sed de venganza contra aquellos que lo habían condenado a tal destino.
Al final, Laura tomó la mano del niño, rompiendo así la maldición que lo mantenía atado a aquel lugar. Una luz cegadora inundó la habitación y cuando la oscuridad se disipó, tanto el niño como la casa desaparecieron, dejando solo un rastro de polvo y recuerdos. Al amanecer, el pueblo despertó sin recordar nada de lo ocurrido, como si fuera solo un sueño fugaz.
Y así, la leyenda del niño de la sonrisa rota se desvaneció en el olvido, dejando solo un eco en la mente de aquellos que se atrevieron a desafiar lo desconocido. Pero quizás, en lo más profundo del bosque, aún resuene la risa del niño, recordando a todos que en la oscuridad siempre acecha el misterio y la verdad más aterradora.