En las profundidades inexploradas de la selva colombiana, un grupo de despiadados narcotraficantes se aventuró en las traicioneras montañas, buscando escapar de la implacable mano de la ley. Sin embargo, lo que descubrieron en lo más oscuro de la jungla no tenía parangón con sus peores pesadillas.
En su búsqueda de refugio y riqueza mal adquirida, los narcos encontraron una abertura en la tupida vegetación que les reveló una escalofriante entrada a una cueva olvidada por el tiempo. Las paredes de la caverna estaban cubiertas de inscripciones ancestrales, un ominoso presagio que ellos, arrogantes y codiciosos, ignoraron.
A medida que avanzaban en la oscuridad, las antorchas arrojaban parpadeantes sombras en las paredes, que parecían moverse y susurrar en lenguas desconocidas. La temperatura descendió bruscamente, y el aire se llenó de una sensación de presencia acechante. Pero los narcos, arrastrados por la promesa de un botín inimaginable, no dieron marcha atrás.
Finalmente, llegaron a una vasta cámara subterránea, donde un altar de piedra manchado de sangre se alzaba en el centro. El altar estaba rodeado de los huesos de aquellos que habían osado perturbar el santuario antes que ellos. Pero lo que más perturbó sus corazones endurecidos fue la figura en el altar: un ídolo de un dios caníbal, grotesco y hambriento. Sus ojos vacíos parecían seguirlos, sus fauces abiertas en un perpetuo rictus de voracidad.
Las inscripciones en las paredes contaban la historia de un gobernante azteca corrompido por la codicia y el poder. Había sacrificado a su propia hija en rituales oscuros, deseando un poder inimaginable. El rastro de sangre y sufrimiento que había dejado atrás era indescriptible, y su espíritu malévolo seguía impregnando cada rincón de la cueva.
El dios caníbal, despertado por la insaciable codicia de los narcotraficantes, se alzó ante ellos con un hambre insaciable. Con un gesto, hizo que el suelo temblara y las antorchas se apagaran, sumiendo la cámara en la oscuridad absoluta. Solo el sonido de su respiración sibilante rompía el silencio.
Cada uno de los narcotraficantes fue sometido a horrores inimaginables. Sus cuerpos sufrieron torturas atroces mientras el dios los atormentaba sin piedad. Sus gritos resonaban en la cueva, mezclándose con los susurros de las almas atrapadas que los precedieron. El dios no solo buscaba sus cuerpos, sino también sus almas corrompidas, arrancándolas con una crueldad retorcida.
Los días se convirtieron en noches interminables mientras el dios caníbal se alimentaba de su sufrimiento y terror. Cada instante era una eternidad de pesadilla. Y, a medida que sus cuerpos se debilitaban, el dios los arrastraba aún más profundo en su pesadilla retorcida, donde las leyes de la realidad no tenían significado.
Cuando el último de los narcotraficantes finalmente sucumbió a la tortura, el dios caníbal consumió sus almas con avidez. Sus cuerpos quedaron atrás, inmóviles, destinados a servir al dios retorcido por toda la eternidad.
La selva colombiana devoró cualquier rastro de su existencia, como si la misma naturaleza tratara de borrar su aterradora historia. Pero los rumores sobre la cueva maldita persistieron entre las aldeas cercanas. La jungla había cobrado su precio, y la profecía del dios caníbal perduraba como una advertencia para todos los que se aventuraran en lo más oscuro de la selva: en las profundidades de la codicia humana, el horror eterno acecha.
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